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A medida que su mente en espiral y el misterio se profundizaba, se encontró atrapado en un laberinto de su propia creación. El ladrón que había estado cazando resultó ser su yo subconsciente, cometiendo actos que nunca consentiría conscientemente. Carlos era tanto el cazado como el cazador, el acusado y el acusador.

 

Una noche, mientras revisaba las imágenes de vigilancia, el Obispo Charles vio una figura oscura que se parecía a sí mismo. Se movía con una sensación de familiaridad, y fue golpeado por un escalofrío profundo. La revelación lo golpeó como un rayo – él era el ladrón, sin saberlo robando de su propia iglesia.

 

Una largamente olvidada condición de sonambulismo de su infancia había resurgido, obligándolo a cometer estos actos. La culpa y la vergüenza pesaban mucho sobre él al darse cuenta de la magnitud de su traición.

Carlos sabía que tenía que confesar, no para justificar sus acciones, sino para pedir perdón. Llegó el día de su confesión, y se puso de pie ante la congregación, llevando el peso de su revelación. Con una voz temblorosa, reveló la verdad impactante sobre el ladrón – que era él, su propio yo subconsciente.

 

La congregación se sentó en un silencio aturdido, pero la honestidad de Carlos y su sincera petición de perdón tocaron sus corazones. En lugar de ira, respondieron con compasión y empatía. El shock de la revelación fue reemplazado por un renovado sentido de fe y admiración por el valor y la honestidad de Carlos.